Y EL VERBO SE HIZO "PAN"                                                                           Diciembre 2024

     Antes que nada, una aclaración sobre el título. La palabra pan está entre comillas porque la realidad teológica es que en la Eucaristía el Verbo no se hace pan, sino, precisamente sucede lo contrario: es el pan que se transubstancia en el Verbo… aunque manteniendo la figura de pan. Es a ese título que decimos que el Verbo se hizo pan. Esta explicación se impone pues no quisiéramos jamás inducir a un error que vulneraría medularmente lo que es la Eucaristía.

 

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     El nacimiento de Jesús en la gruta de Belén se insiere en una secuencia que tiene su origen y su fin en la eternidad… ¡que no tiene ni origen ni fin! En el tiempo, situamos a la Navidad entre la Encarnación de Jesús por obra del Espíritu Santo en las purísimas entrañas de María, la Virgen de Nazareth, y lo que es su posterior vida, pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo.

 

     Quizás una de las aproximaciones más inspiradas de lo que se llama el Misterio Pascual sea el Prólogo del Evangelio de San Juan (Jn, 1, 1-18). Pero… ¿qué es propiamente el Misterio Pascual? En sentido estricto, son los tres acontecimientos redentores: muerte y resurrección de Cristo, y envío del Paráclito. En un sentido amplio, el término “Misterio Pascual” apunta al misterio salvífico como un todo.

 

     El inicio del cuarto Evangelio da una síntesis simple y esplendorosa de la obra salvadora. Adentrémonos en la riqueza de este texto sagrado, será una meditación propia a los tiempos de Adviento y Navidad, en este conturbado mes de diciembre, tan insensible al sentido de estas festividades:

 

     1 En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios. 2 Él estaba en el principio junto a Dios.3 Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho. 4 En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. 5 Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.

 

     6 Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: 7 este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de él. 8 No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz. 9 El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo. 10 En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. 11 Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. 12 Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. 13 Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.

 

     14 Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. 15 Juan da testimonio de él y grita diciendo: «Este es de quien dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». 16 Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia. 17 Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos han llegado por medio de Jesucristo. 18 A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer. Fin de citación.

 

    Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Esta frase es la cumbre del Prólogo del Evangelio de San Juan y de la misma fe cristiana. Así, nada es más apropiado que en las fechas navideñas adoremos al Niño que viene a salvarnos, al Emanuel, al Dios con nosotros.

 

     “Dios con nosotros” es una locución que nos conduce, imperceptible y casi necesariamente, a la Eucaristía, presencia real y permanente de ese Dios que no solo estuvo entre nosotros los 33 años de su vida mortal, más que se quedó en el Sacramento del Altar, velando su divinidad y su humanidad. Pero la fe substituye con ventaja a los sentidos, a todo lo que no vemos ni palpamos.

 

     Consideremos que la Eucaristía, imaginada desde siempre por un eterno y sapiencial designio divino, abarca todos los tiempos.

 

     En el Antiguo Testamento, la vemos como prefigura en diversos signos entre los cuales se destaca el Cordero Pascual.

 

     En el Nuevo Testamento, la advertimos en tres ocasiones distintas: 1. Cuando Jesús la anuncia en la sinagoga de Cafarnaúm, es el relato recogido en el capítulo sexto del Evangelio de San Juan; 2. cuando es instituida en el Cenáculo, la víspera de la Pasión, al comer la Pascua; y 3. cuando es celebrada por los primeros cristianos después de la Resurrección, según se narra en los Hechos de los Apóstoles.

 

     Y en los veinte siglos que llevamos de cristianismo, el culto eucarístico es una realidad permanente y necesaria, puesto que la Iglesia vive de la Eucaristía.

 

     En relación al Santísimo podríamos adaptar la fórmula de San Juan “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, diciendo otra cosa también válida: “El Verbo se hizo pan para habitar dentro de nosotros” para alimentarnos y divinizarnos. Contemplando el misterio navideño, imaginemos la gruta de Belén como un sagrario, el pesebre como un altar, y los brazos de María como un ostensorio donde adoran al Niño los ángeles, los pastores y los magos.

 

     Concluyamos con algo que puede parecer un exabrupto; es un desahogo o, más bien, una profesión de fe: La crisis omnímoda y creciente que atraviesa la humanidad no se arregla con meras negociaciones diplomáticas, mucho menos con guerras interminables… Tampoco por el ingenio de algún profeta salvador que aparezca prometiendo paz, salud y bienestar ¡que los hay y los habrá!

 

     Sin descuidar otras iniciativas necesarias y oportunas, la crisis se resuelve sobre todo de rodillas ante el Santísimo Sacramento. Y si los gobernantes no lo hacen – no parece que lo harán… -- bien pueden hacerlo los gobernados, los católicos, ¡los adoradores!

 

Mairiporá, Sao Paulo, diciembre de 2024