Para llegar a una rápida conclusión en un artículo que tiene que ser corto, suele ser útil un
preámbulo algo amplio. Vamos a ello.
Cuando
se trata de optar entre algo antiguo y algo nuevo, hay una tendencia latente en las personas a posicionarse a priori por una cosa o por otra, sin mayor reflexión. En un primer golpe de vista,
unos aprecian lo antiguo como algo que ya dio pruebas de valía o, entonces, lo descartan como cosa superada. Otros se inclinan a lo nuevo por lo que conlleva de aire fresco, o lo rechazan por
pusilanimidad o por cualquier otra razón. Pero una reflexión prudente no puede contentarse con la primera corazonada. Por otro lado, hay slogans que etiquetan capciosamente las situaciones,
condicionando la opción. Por ejemplo: “lo viejo pasó de moda” o “lo nuevo es moderno”; imprecisiones…
Va tomando vigencia en ciertos ambientes de nuestra Iglesia una idea que contrapone la devoción
individual a la celebración comunitaria. La devoción individual – “individualista” llegan a decir algunos para hacer la noción más antipática – sería anticuada y hasta dañosa. En cambio, la
celebración comunitaria correspondería la forma ideal del culto debido a Dios, en la que hay que apostar y promover, por encima de la oración personal. Esta noción enunciada así, es muy
discutible, ya que la devoción individual y la celebración comunitaria son ambas excelentes y, además, se complementan. En la vida cristiana van de manos dadas, cada una tiene su lugar y su
momento.
Convengamos en que otrora hubo excesos “individualistas”, pero también en que la idea
“comunitaria” sufre actualmente una hipertrofia en desmedro de una legítima religiosidad personal. En todo caso, es una injusticia equiparar la dimensión individual con egoísmo, narcisismo,
subjetivismo, etc.
Análoga crítica injusta está subyacente cuando los “profetas” del comunitarismo, llamémoslos así,
oponen la oración oficial de la Iglesia a la oración privada. La Misa o la Liturgia de las Horas son actos litúrgicos oficiales, y, a ese título, superiores al rezo silencioso ante el Sagrario o
a la recitación del Rosario. Pero una cosa no quita la otra ¿Por qué establecer una antinomia entre lo oficial y lo privado? Es necesario, pues, deshacer estos equívocos.
Reflexionando sobre el culto eucarístico, nuestro tema de siempre, se ve que éste floreció en
días pasados – tanto en el marco litúrgico como en el privado, en individuos y en grupos –, en múltiples expresiones, muchas de las cuales tienen siempre vigencia: Citemos las principales: Misas
dominicales, procesiones de Corpus, Cuarenta Horas, Cofradías y Hermandades eucarísticas, Congresos Eucarísticos diocesanos, nacionales e internacionales, bendiciones con el Santísimo, Horas
Santas, Jueves Eucarísticos, adoración reparadora, adoración nocturna, diaria o perpetua, comunión de los enfermos, el Viático llevado a los moribundos, la práctica de la comunión espiritual,
etc. ¡Cuántos tesoros!
Hoy, al soplo de esa susodicha manía comunitaria mal concebida, hay quienes promueven
celebraciones comunes mientras ven con ojos críticos la devoción privada, como si el deseo de lograr la propia santificación y de alcanzar el cielo fuese algo egoísta o mezquino. Lo cierto es que
la pérdida progresiva de la religiosidad individual (no estamos hablando de misantropía ni de una emoción sentimental pasajera) concurrió para debilitar el vigor de la plegaria común, tanto en
los templos como en las familias ¿Quién no ve eso?
En nuestros días, los católicos acuden demasiado poco a las Misas de precepto. Para corregir ese
mal, se subraya la importancia de reunirse “en asamblea”, pero no siempre se explica el valor intrínseco de la Misa – sacrificio incruento, presencia real, alimento sanador – que vale
infinitamente más que el hecho de confraternizar juntos. Algo claudica en tal empeño…
Digamos una perogrullada en la que estaremos todos de acuerdo: una comunidad se compone de
individuos. La Iglesia es integrada por miembros varios que forman un solo cuerpo, pero que no se ahogan en un magma impersonal ¡Pueblo y masa son cosas muy diferentes! Para que haya orden y
armonía en un cuerpo, se necesitan componentes desiguales y solidarios.
Estas consideraciones – bastante elementales, por cierto –, quieren oponer una barrera a un
prurito enfermizo que existe por ahí de reducir la institución eclesial a una especie de comunidad democrática, donde se contesta su carácter jerárquico y se sofoca la riqueza de los carismas de
los fieles. Quien escribe estas líneas conoció un escenario de esta índole como misionero en un Vicariato Apostólico de la Amazonía; ver para creer…
La Constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II recoge una enseñanza multisecular: en la
Iglesia, unos enseñan, santifican y gobiernan (cabe esto inmediatamente a los clérigos), mientras otros son enseñados, santificados y gobernados. Esta distinción básica no tiene nada de
arbitrario o de atentatorio contra la dignidad de nadie. Pero, lastimosamente, muchos no piensan así; son las “etiquetas” que conducen al error de que hablábamos al inicio. Sí, en la Iglesia hay
muchas moradas llamadas a convivir cordialmente. Y la Eucaristía nos da precisamente esa pauta al ser “sacramento de piedad, señal de unidad y vínculo de caridad”, en el decir de San
Agustín.
Cuidémonos de las riñas estériles profesando la verdadera fe con integridad, es decir, sin que
falte o sobre nada; ni agregados ni recortes. Dejemos de lado el dilema “individuo-comunidad” armonizando ambas realidades y busquemos el ideal de unidad señalado por Nuestro Señor en el Cenáculo
en su oración al Padre: “Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí, e yo en ti. Que ellos estén en nosotros, a fin de que el mundo crea que tú me enviaste.” (Jo 17,21).
El tejido social de cualquier colectividad, sea espiritual o civil, está en orden cuando cada uno
asume sus responsabilidades y son respetados los derechos de todos, especialmente un derecho esencial: la libertad de conocer, amar y servir a Dios y a los hermanos, y de gozar de una eternidad
feliz.
Mairiporá, Sao Paulo, noviembre de 2024.-